domingo, 19 de enero de 2014

ANÉCDOTA DE FELIPE IV "Disculpe Majestad, pero no he nacido para ser monja".



Felipe IV no pasó a la historia precisamente por sus grandes dotes políticas, pero sí por sus devaneos amorosos que eran muy numerosos. Sus amantes eran muchas y lo peor para ellas era que tras terminar la aventura con el rey ellas terminaban también... pero en un convento, pues se decía que quien había pertenecido al rey ya sólo podía pertenecer a Dios, lo cual por cierto le espantaba la clientela, pues no todas querían terminar en un convento.



 Y así, era famosa la frase de algunas señoras cuando el rey les echaba los tejos: "Disculpe Majestad, pero no he nacido para ser monja". 
Una de las que sí aceptó el devaneo de turno, según se dice, era una mujer viuda de la que el rey se encaprichó. Para evitar habladurías, la visitaba con noche cerrada en su propia casa. Los rumores empezaron a circular por la zona, ya que se empezaba a murmurar que un caballero embozado en su ropa y sombrero, por lo que no se podía ver quién era, tocaba quedamente todas las noches en la casa de la viuda para escándalo de sus vecinos, en fin ya saben cómo eran entonces las cosas. Al final, la autoridad del lugar al servicio del rey decidió intervenir y una noche un servidor público con sus armas se presentó en la casa de la viuda por sorpresa y en horas muy tardías.


El alguacil real apostado entre las sombras había visto entrar a aquel hombre, por lo que sabía positivamente que estaba dentro, pero le sorprendió la calma de la mujer. Tras revisar toda la casa entraron en el dormitorio de la dama y al ver cómo los cortinajes que estaban detrás de la cama se movían, preguntó a la viuda:
- "Decidme, vive Dios, quién se esconde de la justicia real ahí, tras esos cortinajes".
- "Nadie, ahí sólo tengo un retrato de tamaño natural del rey, pero no le aconsejo que lo vea de tan realista que es, el parecido es enorme" -dijo la mujer.
Pero el alguacil creía que le tomaba el pelo, por lo que corrió cautamente con la punta de su espada el cortinaje y ahí, claro está, estaba el rey escondido. El alguacil, al verlo y sabedor de sus correrías y temeroso de algún castigo, le hizo una pronunciada reverencia y se fue rápidamente comentando en voz alta que estaba impresionado por el increíble parecido que tenía el retrato con el propio rey que él trataba a menudo.

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